Hacer un Weah


El once es el primer número que no se puede contar con las manos. Tiene algo de inasible, es la primera cifra que se nos escapa como bestias. Quizá por eso acabamos buscando a nuestros ídolos en el fútbol, el juego del once por excelencia. Allí, donde nace lo inabarcable, encontramos dioses antiguos a los que admirar. Hombres jóvenes, masas de músculo a menudo un poco inconscientes, que hablan con nuestro lado más animal.

Corría el año 1996 y David y yo recorríamos el Eixample pateando un balón Questra. En aquella época la pelota de moda era la Adidas Tricolore (a la que nosotros llamábamos Tricofore por culpa de una tipografía desafortunada) pero era un lujo que no nos podíamos permitir.


Nosotros, decía, pateábamos un Questra cruzando el barrio. El parque del Hospital Clínico, La Escuela Industrial, el parque de Rocafort y, algunas tardes, si el verano nos regalaba unas horas extra de luz, hasta el Escorxador. En cada parada retábamos a otros chavales a un partido. Y cada partido era una victoria. Ahora me cuesta entender la lógica de esa ruta y, sobre todo, me cuesta creer que ganáramos siempre: tampoco éramos tan buenos. Supongo que mi cerebro, sin consultarme, decidió unilateralmente descartar las derrotas, guardarlas en el último cajón del subconsciente para fabricarme el falso recuerdo de una infancia de éxito.

El verano de 1996 lo pasamos sentados en la acera de la calle Córcega, esquina con Calabria. Mirábamos la Eurocopa de Inglaterra en el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Allí descubrimos a Zidane, que ese verano fichó por la Juventus. Zidane, que después de cinco años de magia en la Juve, fichó por el Madrid. Y David, que lo seguía orgulloso desde aquella Eurocopa que miramos con el culo en la acera, se sintió traicionado. Se sintió traicionado aunque hubieran pasado cinco años, tuviéramos ya diecisiete y el fútbol ya no fuera tan importante en nuestras vidas.

Pero yo, durante esa Eurocopa, en ese junio del 96, no encontré un ídolo al que aferrarme. Tuvieron que pasar un par de meses para que sucediera la magia. El 8 de septiembre, en la primera jornada de la liga italiana, apareció en mi vida George Weah. Un delantero liberiano del AC Milan -once goles la temporada anterior- que me empujó a la locura absoluta.

En el primer partido de la temporada, jugando contra el Verona, George Weah controló el balón cerca de la línea de fondo de su propio campo. Y corrió. Corrió sorteando contrarios, uno a uno, regate a regate. Corrió de esa manera absurda que da la imprudencia. No se trataba de un derroche de clase: era potencia, algo de suerte, quiebros a trompicones y destellos de genialidad en los momentos necesarios. El final, obviamente, fue el gol más espectacular que recuerdo. El gol de Weah. 

El tipo tenía algo extraño que hablaba con la naturaleza. Representaba la raíz, el instinto, África. En contraste frente a la academia, Europa, Zidane y el taconazo. No lo sabíamos, pero eso era lo que habíamos ido a buscar al fútbol. El grito atávico desde las entrañas, los puños apretados, la fuerza bruta. Hasta que no se nos plantó delante, no nos dimos cuenta.

Desde ese momento, yo ya tenía un ídolo. Incluso hice que mi padre, que viajaba a menudo, me consiguiera una camiseta del Milan con el 9 de George a la espalda. Íbamos al campo de la parroquia de Sant Eugeni I (ese campo ya no existe, ahora sólo hay edificios) y le pedíamos al cura que nos dejara jugar. A cinco metros de la línea de fondo se celebraba misa y, al otro lado del campo, detrás de la portería, se reunían los Alcohólicos Anónimos. Y allí, en esa tríada de fanatismo, en esa alineación de adictos (al alcohol, al balón, a Dios) jugábamos a fútbol. 

Aunque yo no veía a nadie a mi alrededor. Para mí, sólo estábamos la camiseta cinco tallas más grande de la cuenta, el gol y yo. El gol de Weah, que intentaba imitar compulsivamente. "Voy a hacer el gol de Weah". "Voy a hacer el gol de Weah". La repetición acabó abreviándolo y se redujo a “hacer un Weah”. A veces lo anunciaba antes de intentarlo: “¡Atención que Weah se dirige al área contraria!”. Esto es algo muy de la infancia, lo de narrarse a uno mismo en tercera persona, lo de anunciar hazañas. Y aunque anticipar el movimiento que uno iba a hacer era terriblemente ineficaz, daba un extra de adrenalina que justificaba la imprudencia.

La obsesión por reproducir el gol de Weah me transformó en un futbolista pésimo. No aprendí a chutar, porque para mí la única jugada posible era atravesar el campo regateando a todos los rivales y empujar la pelota al fondo de las redes. Mis amigos se desesperaban cuando no les pasaba el balón y pensaban que era cuestión de chulería o egoísmo. Yo sólo seguía de un modo irracional a mi ídolo hasta el fondo de la cueva. Quiebro a quiebro, finta a finta, entrando en la oscuridad absoluta, en lo ilógico que nos atrapa y obsesiona.

Desistí, no sé exactamente a qué edad, de intentar conseguirlo. Empecé a pasar el balón, a chutar a portería desde lejos (aunque ya nunca aprendería a hacerlo correctamente) y, al fin, a jugar a fútbol como una persona normal. Normal, tirando a mala. Tenía muy poca fuerza de voluntad para entrenar durante todo el año (lo intenté con el Vall d'Hebron y con el Montjuic), así que deambulé por ligas amateurs, haciendo mis cuatro chorradas y marchándome a casa con los tobillos inflamados (los tobillos, siempre los tobillos).

Hasta que, un día, cuando ya lo había olvidado completamente, pasó. Pasó como había pasado el original dieciséis años antes: por sorpresa y cuando no lo esperaba. Jugaba un partido en el Camp de l’Àliga un miércoles a las once de la noche. A esa hora se juegan las ligas amateurs, cuando los equipos serios han acabado de entrenar. Perdíamos cero a... dieciocho. En una de las últimas jugadas del partido, controlé el balón y la música comenzó a sonar. Música épica, como de escena final, cuando el héroe decide que se estrellará contra el meteorito para salvar la Tierra. Empecé a reproducir la coreografía: la obsesión la había grabado en mi subconsciente y los años de letargo la habían transformado en algo más profundo que la memoria, en un movimiento instintivo. En esos momentos uno entiende eso de estar "fuera de sí". Algo tan grande sucede dentro, que sólo queda salir y contemplarse. Sea desde el techo de la habitación de hospital o desde la grada de un campo de césped artificial. 

Estaba haciendo un Weah. Y los rivales obedecían dóciles, como atraídos hasta el error por un magnetismo inherente a la jugada, al gol. Como si George Weah, ya viejo y durmiendo en su casa a las 23:44, me transmitiera su energía y la aritmética de su regate. 

Y marqué el gol. Joder si lo marqué. Mis amigos me miraban con los ojos muy abiertos, sin entender si todos estos años había habido un futbolista de talento escondido en algún lugar en el fondo de mí y que acababa de despertar. O si todo había sido fruto de una lotería cinética. Daba igual. Daban igual también los aplausos condescendientes de los contrarios por haber reducido la diferencia de goles a diecisiete. Mi guerra se combatía muy lejos de allí. Y la había ganado. Marqué el gol. Marqué el puto gol. Hice un Weah.

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